domingo, 23 de octubre de 2011

El hombre que fue Jueves. G.K. Chesterton



- Un artista es idéntico a un anarquista - exclamó - . Puede transponer los términos como usted quiera. Un anarquista es un artista. El hombre que arroja una bomba es un artista, ya que prefiere un gran momento a todo lo demás. Comprende que es mucho más valioso un estallido de luz cegadora, el estruendo de un trueno perfecto que los vulgares cuerpos de unos cuantos policías informes. Un artista hace caso omiso de todos los gobiernos, suprime todas las convenciones. El poeta sólo encuentra placer en el caos. Si no fuera así, la cosa más poética del mundo sería el ferrocarril suburbano.

- Así es - dijo el señor Syme.

- ¡Tonterías! - dijo Gregory, que se volvía muy racional cuando otros intentaban pensar con paradojas - . ¿Por qué todos los empleados y los obreros que viajan en los trenes presentan un aspecto tan triste y cansado?  Se lo diré: porque creen que el tren lleva el rumbo correcto; porque saben que llegarán al sitio para el que han comprado el billete; porque saben que una vez que han pasado Sloane Square la próxima estación es Victoria y nada más que Victoria. ¡Oh, qué arrebato de entusiasmo! ¡Oh, sus ojos brillarían como estrellas y sus almas se sentirían de nuevo en el Paraíso si la próxima estación fuera inexplicablemente Baker Street!

- Es usted el que carece de espíritu poético - replicó el poeta Syme -. Si lo que dice acerca de los empleados es verdad, ellos sólo pueden ser tan prosaicos como la poesía que usted escribe. Lo raro, lo extraño es dar en el blanco; lo vulgar, lo obvio es fallar. Sentimos que ocurre algo épico cuando un hombre atraviesa a un ave distante con una flecha lanzada al azar. Pero, ¿acaso no es épico cuando una persona alcanza una estación distante gracias a una máquina azarosa? El caos es tedioso, y precisamente porque en el caos el tren puede ir a cualquier parte, ya sea a Baker Street o a Bagdad. Pero el hombre es un mago, y toda su magia consiste en eso, en que él dice Victoria y,  ¡mira!, es Victoria. No, quédese con sus libros de prosa y poesía y déjeme leer un horario de trenes con lágrimas de orgullo. 


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