martes, 8 de febrero de 2011

Un cuarto propio. Virginia Woolf

No siendo un historiador es posible ir más lejos y aseverar que las mujeres han ardido como faros en la obra de todos los poetas desde el principio del tiempo. Clitemnestra, Antígona, Cleopatra, Lady Macbeth, Fedra, Cresida, Rosalinda, Desdémona, la Duquesa de Malfi, entre los dramaturgos; luego entre los prosistas: Millamant, Clarisa, Becky Sharp, Ana Karenina, Emma Bovary, Madame de Guermantes – los nombres vienen a la memoria y no para recordar mujeres «carentes de personalidad y carácter» –. En verdad, si la mujer no tuviera más existencia que la revelada por las novelas que los hombres escriben, uno se la imaginaría como un ser de la mayor importancia; muy cambiante; heroica y mezquina, espléndida y sórdida; infinitamente hermosa y horrible en extremo; tan grande como un hombre, tal vez mayor.

Pero esto es en la novela. En la realidad, como nos lo señala el profesor Trevelyan, la encerraban con llave, la castigaban, y la tiraban por el suelo. De eso resulta un ser mixto y rarísimo: imaginativamente de la mayor importancia; prácticamente del todo insignificante. La poesía está toda impregnada de ella desde el principio hasta el fin; de la historia está casi ausente.



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